jueves, 30 de octubre de 2014

Pájaros de buen agüero

    Emigraron como todos los años y se posaron en el árbol deshojado pero apenas por costumbre, por el cariño mutuo que se entregaban. La ventana de mi habitación estaba cerrada, casi pegadas las pestañas de no abrirse jamás. El jardín se mantenía prácticamente solo, por algún hecho sobrenatural e inexplicable el pasto no crecía y las flores no se marchitaban, pero nadie lo cuidaba, ni siquiera lo miraban. Los días podían ser grises o celestes. Las mañanas y las tardes eran iguales. Los años se venían encima y todo daba lo mismo. Era la soledad la que abarcaba, la inmensa y desierta adultez que se iba yendo.
    Todo parecía perder el sentido. La vida pasaba y la casa se hacía cada vez más extensa.   Las paredes se agigantaban, se enfilaban a mis espaldas, a mis costados a mi frente y me inferiorisaban, me volvían minúscula e indefensa. La impotencia se adueñaba de mi motricidad. Ya nada tenía el sentido que debería tener.
    Con horrendos silbidos sabían entenderse los mal venidos. A pesar de su presencia rutinaria cada otoño sin escala se hacía irritante este año más que nunca, como nunca, su incansable charla de rama en rama y de pico en pico. Mi puño se clavaba las uñas a sí mismo para sostener la herida de bronca y desconsuelo que la ausencia le marcaba. Mis pies repiqueteaban en el suelo las ganas de gritar y de llorar las palabras quebradas que no tenían asilo en ninguna parte, que sólo pedían volver al oído de quien no quiso escucharlas en su justo momento.
    Seguían con su parloteo de café por medio. Mascullaban en otra lengua las desgracias que a mí me sobraban. No revelaban recato a la hora de burlarse de mi descontento.
    Más allá de todo y sin explicación,  y a pesar de su molesta manera de instalarse y sobrevivir en un árbol que no los abrigaba, de pronto empezó a resultarme contradictoriamente grata su compañía. Debía de ser ese instinto maternal quizá, ese sexto sentido que a veces se presenta como un ser del mundo impalpable que convive con nosotros, que queda atravesando el aire y que se siente en escasas ocasiones.
    Sería una buena esta vez. Algún deseo desde el interior del vientre estaría gestandose. Alguna fantasía estaría cruzando la raya de la realidad para materializarse en carne y hueso. Algo debía de ocurrir en mi interior porque los pájaros ya no me molestaban, porque adoraba su canto de cuna, porque me insitaron a abrir la ventana de mi cuarto que ya no reñía cuando la rozaba con mi mano fría; que ya no era fría mi mano ni tieso mi cuerpo; que ya no era oscura mi celda ni celda mi casa; que ya no lo esparaba  a él y él ya no volvería. Algo estaba creciendo dentro mío y  no sé cómo, cómo hicieron los pájaros para traer bajo el pequeño hogar de sus alas lejanas, de allá lejos sin retorno como él a quién lloraba, un pequeñito cálido pero de alas invisibles que iluminaba mi útero con ilusión renovada.

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