miércoles, 5 de noviembre de 2014

La involuntaria fuga de la discreción



    No es un silencio real el que oscurece  la casa de Susana, es un silencio abierto, un silencio que la rodea y se aleja cada vez más, la aísla, la convierte en un punto diminuto que ya no forma parte del barrio. Y ella está siendo aplastada por esa  presión del mundo exterior. Pero no le asusta el rechazo de la gente. El terror que siente está adentro suyo. Son sus pensamientos los que la torturan.
    Empezaron a acosarla cuando cumplió dieciocho años. No recuerda exactamente si fue el episodio del espejo o fue la cara de espanto de su amiga cuando vio sus palabras manifestarse en el marco de su espalda.
    -No es lo que digo, es lo que pienso - le confesó, cuando al girar la cabeza, pudo ver escrito en la pared todo lo que su mente ocultaba en la conversación.
    -Hay algo que no me  estás diciendo y no es lo que estoy leyendo ahora - dijo Julia.
    Susana sentía el mismo pavor que su amiga. No tuvo ninguna explicación para darle. Su asombro era tan incierto que no tuvo lugar para reaccionar… nunca más.
    -No puedo preguntarte quién sos. Me lo dicen tus pensamientos a gritos. Creo que debería preguntarte QUÉ sos. No te conozco Susana.
    A partir de ese momento esa pregunta se hizo eco en su cabeza todos los días, a cada hora, en todo lugar y en todas las paredes.
    Se paraba delante del espejo a imaginar qué clase de criatura fabulosa se escondía entre sus huesos, qué buscaba, qué esperaba de ella. Y ésta se hacía escuchar en todos los idiomas, en todas las lenguas, en todas las formas de escritura. Por eso no tenía lugar donde escapar. Estaba condenada a llevarla consigo a donde fuere.
    Al comienzo no era consciente de lo que sucedía detrás suyo, hablaba con la gente y era inevitable no pensar, entonces salían de su cuerpo y se golpeaban contra las paredes, dejándola expuesta ante la mirada horrorizada de los otros.
    Pero todo fue empeorando, los pensamientos empezaron a comportarse a su antojo. Ya no eran simples opiniones acerca de la persona que tenían enfrente, ahora eran perversos, ofensivos, maleducados, obscenos, escupían deseos malditos y castigaban sin piedad a todo el que se cruzaba en su camino.
    Susana se vio entonces marcada por millones de dedos acusadores y críticos que la empujaban a la hoguera. Intentaba enmudecer sus pensamientos, poner la mente en blanco, hablar banalidades para que no tuvieran nada qué decir, amordazarlos hasta cortarles la lengua y terminar con ellos. Buscaba lugares amplios, sin paredes donde pudieran revelarse, pero de cualquier modo se exhibían, se arrastraban por el piso igual que las culebras y querían enroscarse en las piernas de los hombres que andaban por la calle, trepaban hasta el techo hamacando las arañas de los edificios o se enredaban en las columnas, en las rejas, en los alambrados.

    Hoy hace meses que está encerrada en su casa. No habla por teléfono porque los pensamientos se deslizan por los cables. No abre las ventanas ni las persianas porque teme que se metan en las casas contiguas.
    Está sentada en el medio del living, en un sillón rasguñado por el gato, con la televisión encendida en un canal cualquiera. Trata de no pensar pero es inevitable, las palabras avanzan por los muros, por el techo, por el piso. Ya no hay manera de detenerlas. Toda la habitación es un documento de su memoria. Los colores del empapelado están teñidos por la humedad de las letras recientes y por las que ya se secaron. No hay más rincones ni espacio para ser invadidos.
    Los pensamientos se ven acorralados, se inquietan, se desesperan, necesitan un medio para sobrevivir. Encuentran así la piel de Susana. Con pequeños cortes se asoman por debajo de la lámina que cubre su cuerpo, se van tatuando, subiendo por las piernas como una hiedra insaciable. No hay nada que pueda detenerlos. Se excitan con el dolor y con la facilidad de la conquista.
    En la cabeza de ella está su nido, sienten el poder. Los ojos suplican estallar de una vez. Tantos pensamientos en un bacanal confuso, revolcándose en un mar de sangre. No tienen paz…
    Su cuerpo desfigurado se desliza un poco sobre los almohadones del sillón. Se relaja. Ya no siente las heridas. El silencio de la casa cae como el rocío en las veredas. No hay más lugares donde poder escribir.

    De pronto ve una muralla inmensamente blanca frente a ella. Descubre una frase que se le presenta como si la dibujara un artista invisible. Susana la lee casi sin razón…  y sonríe.

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