Antología Editorial Nuevo Ser- 2009
jueves, 30 de octubre de 2014
Secuelas del desorden omitido
Que confusión divina e insolente me perturba. No me
pertenecés. No sos el único.
Tengo dos corazones que se disputan el imperio de mi
esqueleto y una boca que deambula sola, cansada
de la distancia y del pecado.
No quiero olvidarte y sin embargo, que ganas de abandonarte
en el pasado me amarran a tu cama. Siempre fue igual con vos, me entregás sin
darme nada. Y ahora él, que me da sin entregarme. Sé que no querés saberlo y te
comprendo, yo también me despojo de algunos de mis sentidos cuando estamos
juntos para esconder lo que no quiero sentir. Actuamos una libertad que no
creemos.
No sólo por la crudeza de la carne en llamas seguimos enlazados,
algo de egoísmo y cobardía nos iguala. No puedo avanzar si tus brazos siguen
siendo mi cintura.
Hay alguien más parado frente a mí. Hay alguien más que
tiene los pasos detenidos por otro.
Y así estamos: todos esperando, todos deseando, todos
fingiendo porque la sinceridad está afilada. No queremos herirnos pero obramos
como sicarios, matandonos en silencio.
Y así somos: todos ansiamos otra boca pero adoramos la que tenemos. Sabemos que el amor
tiene infinitas ramas; confiamos en el amor y en sus miles de veces; lo físico
del amor puede resultar fiel pero los
pensamientos permanecen hambrientos y en su voracidad nace la confusión, lo
correcto y lo obsceno.
Hace tiempo perdí la inocencia de creer en tus cuentos.
Conozco todo lo que me ocultás pero sigo en el juego. Aún con la certeza de que
la retórica de tus palabras es una estrategia para encadenarme elijo quedarme.
Me ves sumisa y distante, pero no te confundas, que en el
disfraz del abrazo llano estoy pisando tus talones, que cuando beso tu cuello
mido el ancho de tu espalda. No te fíes, que cuanto más seguro te sentís de
tenerme más se aleja el horizonte.
Alguien se está acercando demasiado. Alguien está sembrando
en tus tierras.
Mi alma comienza a dividirse.
No te sientas soberano. A veces la derrota es el efecto
sombrío de una confusión divina e insolente.
Sin filtros
Un No
absoluto. Un No perpetuo.
Un No que lo diga todo. Un No que hable por aquello que callamos.
Un No preciso,
imperativo, crudo.
Un No que figure el límite. Un No que divida el pasado y el presente, que no
proyecte a futuro.
Un No seguro de sí mismo, que no
titubee, que te convenza, que nos conforme a ambos. Un No firme, bien plantado.
Un No que se refleje en el espejo
y se sienta grande, sublime, poderoso.
Un No que
te mire a los ojos y te consuma.
Un No que te enfrente sin gritar,
sin irritarse, sin debilitarse entre lágrimas, sin temblar de amor o cobardía.
Un No que
permanezca en el tiempo. Que detenga el movimiento, los días. Que estanque de
una vez y para siempre los lazos que nos unen.
Un punto final. Un No conclusivo.
Un No que
lo resuma todo. Que no se extienda en excusas. Que no pretenda explicar nada ni
remover el pasado. Pero un No que abarque
de principio a fin los motivos sin olvidar ninguno.
Un No que sea solamente tuyo, sin
concederselo a otro.
Un No que te demuestre el porqué.
Un No que te abra los ojos.
Un No que
te empuje a la soledad y al consuelo de tu propio abrazo. Que te golpee el
alma. Que te acueste en tu cama, desganado y luctuoso.
Un No que de mi boca salga sólo
para que vos lo escuches, sin rencores ni pecados.
Un No que te desgarre la ropa y te
deje desnudo en mitad de la noche.
Un No que no mire hacia atrás
cuando dé media vuelta afirmando el adiós. Que no frene ni aminore la marcha.
Un No que no sepa pedir perdón.
Que no se deje endulzar. Que no entienda de mentiras ni pretextos.
Un incorruptible No.
Un No absoluto. Perpetuo.
Un No que ensanche la distancia.
Que deje en claro el vos y el yo por separado…
Un No que
ya no dé razón para nosotros.
Pájaros de buen agüero
Emigraron como todos los años y se posaron en el árbol deshojado pero
apenas por costumbre, por el cariño mutuo que se entregaban. La ventana de mi
habitación estaba cerrada, casi pegadas las pestañas de no abrirse jamás. El jardín
se mantenía prácticamente solo, por algún hecho sobrenatural e inexplicable el
pasto no crecía y las flores no se marchitaban, pero nadie lo cuidaba, ni siquiera
lo miraban. Los días podían ser grises o celestes. Las mañanas y las tardes
eran iguales. Los años se venían encima y todo daba lo mismo. Era la soledad la
que abarcaba, la inmensa y desierta adultez que se iba yendo.
Todo parecía perder el
sentido. La vida pasaba y la casa se hacía cada vez más extensa. Las paredes se agigantaban, se enfilaban a
mis espaldas, a mis costados a mi frente y me inferiorisaban, me volvían
minúscula e indefensa. La impotencia se adueñaba de mi motricidad. Ya nada tenía
el sentido que debería tener.
Con horrendos silbidos sabían
entenderse los mal venidos. A pesar de su presencia rutinaria cada otoño sin
escala se hacía irritante este año más que nunca, como nunca, su incansable
charla de rama en rama y de pico en pico. Mi puño se clavaba las uñas a sí
mismo para sostener la herida de bronca y desconsuelo que la ausencia le
marcaba. Mis pies repiqueteaban en el suelo las ganas de gritar y de llorar las
palabras quebradas que no tenían asilo en ninguna parte, que sólo pedían volver
al oído de quien no quiso escucharlas en su justo momento.
Seguían con su parloteo de
café por medio. Mascullaban en otra lengua las desgracias que a mí me sobraban.
No revelaban recato a la hora de burlarse de mi descontento.
Más allá de todo y sin
explicación, y a pesar de su molesta
manera de instalarse y sobrevivir en un árbol que no los abrigaba, de pronto
empezó a resultarme contradictoriamente grata su compañía. Debía de ser ese
instinto maternal quizá, ese sexto sentido que a veces se presenta como un ser
del mundo impalpable que convive con nosotros, que queda atravesando el aire y
que se siente en escasas ocasiones.
Sería una buena esta vez.
Algún deseo desde el interior del vientre estaría gestandose. Alguna fantasía
estaría cruzando la raya de la realidad para materializarse en carne y hueso.
Algo debía de ocurrir en mi interior porque los pájaros ya no me molestaban,
porque adoraba su canto de cuna, porque me insitaron a abrir la ventana de mi
cuarto que ya no reñía cuando la rozaba con mi mano fría; que ya no era fría mi
mano ni tieso mi cuerpo; que ya no era oscura mi celda ni celda mi casa; que ya
no lo esparaba a él y él ya no volvería.
Algo estaba creciendo dentro mío y no sé
cómo, cómo hicieron los pájaros para traer bajo el pequeño hogar de sus alas
lejanas, de allá lejos sin retorno como él a quién lloraba, un pequeñito cálido
pero de alas invisibles que iluminaba mi útero con ilusión renovada.
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